Siete de marzo de dos mil ocho: Landete.
El día no era frío, tampoco cálido y el tiempo se hizo esperar hasta llegar tarde. El futuro siempre se demora. Nos recibió la oscuridad y el silencio en la casa de cultura. Las butacas eran espectadores mudos de los nervios y la desesperación que sólo podrían acrecentarse a lo largo de la tarde.
Tras poner cada cosa en su sitio, encontramos que las que ya estaban, no estaban completas. Queríamos ofrecer nuestro trabajo en las mejores condiciones. En las condiciones que el pueblo se merece y, por un instante, creímos tener que marcharnos de vacío. Rompiendo ilusiones y despertando antipatías. No queríamos entristecer el rostro de los extras, ni de Ana Oviedo y Fernanda Pérez. No queríamos arrugar el ceño de los había traído la curiosidad.
Sin embargo, los altavoces no funcionaban. Alguien dijo que llevaban dos años sin escupir ningún sonido inteligible. Eran "bajavoces". Mientras tratábamos de solucionar los problemas, aparecieron los salvadores en forma de técnicos de sonido y la providencial visita de Raúl Turégano, cargado de altavoces de los que funcionan. Y de qué manera.
Minutos después de que la hora se pasase y de que las personas que esperaban agotasen su último aliento de paciencia, la voz de Joaquín Maroto se apoderó de cada partícula de aire. Y nosotros sonreímos. El público, nuestro público, por fin pudo entrar. La incertidumbre era máxima. Teníamos que demostrar que el trabajo de los extras y la esperanza de una tierra que se volcó con la película estaban justificados.
Luego se hizo la negrura y el cañón disparó fotogramas sobre la pared desnuda. Y los fotogramas se reflejaron en los ojos. Luego en el cerebro y después en la memoria. En la memoria de una comarca y en nuestra memoria.
Al final, felicitaciones y palabras de agradecimiento que sólo podemos corresponder con efusividad.
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